· Aquel “si” de María a la invitación del ángel es el primer paso de una larga lista de obediencias –¡larga lista de obediencias!– que acompañaran su itinerario de madre.
· María es una mujer que escucha, que acoge la existencia, así como esa se presenta a nosotros, con sus días felices, pero también con sus tragedias que jamás quisiéramos haber encontrado. Hasta la noche suprema de María, cuando su Hijo es clavado en el madero de la cruz.
· María “estaba” en la oscuridad más densa, pero “estaba”. No se había ido. Y ahora, María está ahí, fielmente presente, cada vez que hay que tener una candela encendida en un lugar de neblina y tinieblas.
· Ni siquiera ella conoce el destino de resurrección que su Hijo estaba en aquel instante abriendo para todos nosotros los hombres: está ahí por fidelidad al plan de Dios, pero también a causa de su instinto de madre que simplemente sufre, cada vez que hay un hijo que atraviesa una pasión.
· La reencontraremos el primer día de la Iglesia, ella, Madre de esperanza, en medio a aquella comunidad de discípulos así tan frágiles.
· Por esto todos nosotros la amamos como Madre. No somos huérfanos: tenemos una Madre en el cielo: es la Santa Madre de Dios. Porque nos enseña la virtud de la esperanza, incluso cuando parece que nada tiene sentido: ella siempre confiando en el misterio de Dios, incluso cuando Él parece eclipsarse por culpa del mal del mundo.
· En los momentos de dificultad, María, la Madre que Jesús ha regalado a todos nosotros, pueda siempre sostener nuestros pasos, pueda siempre decirnos al corazón: “Levántate. Mira adelante. Mira el horizonte”, porque Ella es Madre de esperanza.